A los dieciocho años fui de viaje de fin de curso a Italia. Y el mejor recuerdo de ese viaje, el que más me ha acompañado durante más de 25 años no fue lo que ví en Italia, lo más fascinante del viaje fue una parada que hicimos de vuelta, en Francia. Lastima que no recuerde ni apuntase el lugar. Tal vez fuese la fábrica de Frangonard pero no puedo asegurarlo.
Los recuerdos son tremendamente caprichosos. Así que de esa visita me grabaron en mi memoria tres cosas.
La primera, fue un laboratorio lleno de tubos de ensayo y una claridad increíble.
La segunda un perfume que traje de regalo a mi madre y que era un perfume sólido. ¡Jamás había visto un perfume sólido en España! Desde los ojos de una niña nacida en los 80 y que jamás había salido de su país, bueno un par de veces a Portugal a la playa, con parada obligatoria en Fuentes Doñoro para comprar toallas de algodón, las mejores, decían por entonces que eran las de Portugal, y a la par también las más baratas.
Y la tercera fue «LA NARIZ». Allí en ese laboratorio donde llevaban a las visitas escolares nos contaron que había una persona llamada «la nariz» trabajaba sólo tres horas diarias y su trabajo era buscar el mejor perfume, dar con las notas correctas para que el baile olfativo fueran tan impactante como el concierto de año nuevo.
Ahora cuando busco la clave perfecta entre plantas y flores me siento un poco como ese nariz. Fascinada todo lo que la naturaleza nos aporta, de los olores tan sutiles que desprende cada planta, y sobre todo de lo poco que valoramos todo lo que nos aporta.